Textos inéditos

Algunas digresiones del segundo volumen de Africa trek

He aquí las digresiones y textos inéditos que, por piedad hacia vuestras muñecas, hemos decidido no incluir en el libro. Básicamente, se trata de pasajes no vinculados directamente con nuestro periplo y que hacen referencia a nuestros momentos más “turísticos”. Sin embargo, no dejan de ser intersantes para todos aquellos que tengáis la intención de viajar a África próximamente.

(Traducción al español en camino...).

* Chapitre 04 - Le podomètre
Pourquoi il ne faut jamais marcher sans podomètre !

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“A todos los africanos que nos invitaron, nos acogieron, nos alimentaron, nos ayudaron, nos descubrieron las maravillosas facetas y la riqueza humana de este continente y sin los que nuestros pasos no hubieran tenido sentido”.

“¡Vosotros tenéis suerte, venís del mar y os dirigís al mar! ¿Puedo hacerme pequeñito e ir con vosotros en vuestra mochila?” Daniel, el tartamudo de Chileka, en Malawi.

“Sólo el espíritu, si sopla en la arcilla, puede crear al hombre”. Antoine de Saint-Euxpéry, Terre des hommes.

“Sigue tu camino, pues está hecho sólo para ti”. San Agustín, Las Confesiones.

“El hombre entró sin ruido”. Pierre Teilhard de Chardin.

  • El viejo: ¿Por qué caminan?
  • Nosotros: Para venir a verles
  • El viejo: ¿Pero por qué no en coche?
  • Nosotros: Porque no les habríamos visto”.

1. Los pájaros bobos y el vino

Tan pequeños, tan blancos, tan abajo.

El viento se cuela silbando en nuestro viejo bunker del fin del mundo: el Cabo de Buena Esperanza. ¡Buena falta nos hace! Estamos a punto de comenzar nuestro desmesurado proyecto: remontar África a pie íntegramente.

Y aquí estamos, como clandestinos nocturnos, escondidos delante de las mismísimas narices de los rangers del Parque Nacional del Cabo, acurrucados el uno contra el otro, helados por un viento glacial que llega directamente de la Antártica, esperando el amanecer del 1 de enero de 2001 para entrar en el tercer milenio caminando. ¡Menuda idea para celebrar nuestros dos mil años de historia! Con el fin de animar esta nochevieja con aspecto de vela de armas no nos hemos olvidado de la logística: una pequeña lata de foie-gras y champán. Estamos solos en el mundo con la Cruz del Sur como único testigo remachando el terciopelo de la noche.

Durante el día hemos hecho el peregrinaje de rigor a Robben Island, la isla-prisión en la que Nelson Mandela pasó dieciocho de los veintisiete años que estuvo encarcelado. Fue ahí donde escribió su Largo camino hacia la libertad. Catorce mil kilómetros nos esperan... sólo ha sido un guiño al gran señor.

En la oscuridad de este agujero con ratas, que tiritan entre los escombros, nos acordamos de los días de histeria que han precedido el comienzo de estos tres años de camino.

―Meses y meses hablando, me dice Sonia, convenciendo, vendiendo la moto, consiguiendo promesas, dejando que nos tomen por locos, soltando amarras, y no nos queda más que el pistoletazo de salida, dar el primer paso. Yo ya estoy hecha polvo...

Meses y meses poniendo a punto el proyecto, dándole sentido, complaciéndonos con palabras. Queremos caminar “siguiendo los pasos del Hombre”, de un extremo al otro del Gran Rift, la Gran Falla que atraviesa el Este de África. Desde la península del Cabo hasta el lago de Tiberíades en Israel... Reconstruir simbólicamente el primer viaje del primer hombre, que abandonó la cuna de la humanidad para dispersarse hasta llegar a los confines del mundo. En realidad no ha habido “un” primer hombre ni “un” primer viaje y existen casi tantas cunas de la humanidad como fósiles paleoantropológicos descubiertos. No obstante, los más antiguos han sido hallados a lo largo del Rift, y por eso queremos reunirlos en un solo viaje, y así remontarnos en el tiempo y en el espacio, de un emplazamiento a otro, desde los australopitecos hasta el hombre moderno. Nuestro objetivo es conocer en estos yacimientos arqueológicos a esos científicos que nos iluminarán acerca de los especímenes que hayan encontrado. ¿Quiénes eran? ¿Eran ya hombres? No del todo. ¿Por qué? ¿Qué es lo que caracteriza realmente al hombre? ¡Menudo programa! Una reflexión sobre los procesos de hominización y, por tanto, de humanización con espíritu de divulgación como telón de fondo.

Más allá de estas hermosas ideas, de este hilo conductor tan teórico, queremos sobre todo recorrer a pie el corazón del África de nuestros días y compartir las condiciones de vida de los africanos que estarán encantados de recibirnos en sus hogares el tiempo justo de una noche y de un intercambio, antes de reemprender nuestro camino. Recorrer a grandes pasos la verdadera África que va más allá del cliché del guepardo tumbado al sol e intentar escapar al tríptico siniestro de guerrilla-hambre-epidemias. África debe de estar en otra parte, está bajo nuestros pies y todo nuestro proyecto se reduce a la mínima expresión, práctica, concreta: ¡empezar!

El horizonte se vuelve rosa. El océano Índico rabioso se lanza contra el Atlántico, el mar está blanco de furor y nosotros, helados, sacamos nuestras cabezas por la tronera para contemplar el primer amanecer del milenio en este finisterre. Los vientos catabáticos y las enormes olas que rompen estrepitosas rugen en una impresionante Cabalgata de las Walkyrias. Los cormoranes planean a ras del mar. Los acantilados de la punta del Cabo, emblanquecidos de guano, elevan hasta el cielo el faro que se ilumina de repente con un rayo de sol: ¡es la señal, partimos hacia el norte!

La península es muy mediterránea, caminos de garriga, luz cegadora, viento fresco como el mistral y playas desiertas. Los primeros pasos de Africa Trek nos resultan agradables, no estamos en terra incognita. Una cruz blanca erigida por Vasco de Gamma tras su primer paso en 1498 reina en un paisaje de fynbos, vegetación endémica de la región del Cabo, salpicado de arbustos de proteas y perfumado por matas de erica. Los leones de mar juegan con las olas.

A media tarde llegamos a la playa de Boulders, poco antes de Simonstown. Nuestros primeros anfitriones son los pájaros bobo del Cabo. Ellos “okupan” la playa saturada de grandes rocas de granito claro, como en las Seychelles, y de granito rosado, como en todas partes. Cojeando, bronceándose o jugueteando en el agua, ya no sabemos quién imita a quién, si los pájaros bobo al hombre o viceversa. A parte de algunos picotazos y conflictos territoriales, deambulan con su andar cómico entre las toallas y los ronquidos de los que quedan allí varados como elefantes marinos. Estos son los únicos pájaros bobo de África que viven en tierra. Nosotros nos tendemos entre ellos en la arena.

― ¡Pobrecitos!, le digo a Sonia. Llegaron aquí en 1974 escapando de una marea negra y ahora se enfrentan a una marea humana...

― Pues yo los encuentro muy elegantes en blanco y negro. ¡He aquí solucionado el problema del color en el país!

Por la noche extendemos nuestros sacos de dormir entre las madrigueras que han hecho en la duna. Desde el fondo de sus agujeros, parlotean en voz baja a nuestro alrededor comentando seguramente historias de pescas fabulosas.

Un puente lunar sobre el mar siembra un polvo de plata en nuestro sueño. De repente nos damos cuenta de que la luna es engullida lentamente. ¿Sortilegio? No, poco a poco desaparece víctima de un eclipse que nos petrifica. Un escalofrío de australopitecos me sube por la columna vertebral. ¿Buen augurio? ¿Primer día bendito? ¿Maldito? Los fenicios, Ulises, Vasco, todos ofrecían sacrificios propiciatorios antes de emprender un largo viaje y partir con buenos auspicios. ¿Una joven vestal? ¿Un toro de patas corvadas? ¿Una misa? Nosotros nos encomendamos cada noche a la hospitalidad de los africanos. Todo lo demás no es más que sudor e incertidumbre, kilómetros y literatura.

Así pues nuestros primeros africanos son los pájaros bobo. Ahora somos nosotros los que cuchicheamos en voz baja. Bajo la luna cortada como una ostia mordida, sucumbimos febrilmente a nuestra primera noche, a nuestros sueños de África.

A la mañana siguiente, al tomar de nuevo la carretera, nos encontramos a un hombre que intenta reparar un motor.

― Disculpe, señor ¿sabría decirnos dónde podemos desayunar?

Él saca su cabeza despeinada:

You found it! Come in! What about an egg on toast? 1)

Mike Hamblet es un retirado zimbabuense de vacaciones. Se ha comprado aquí un pequeño bungalow, un refugio en el que pasa seis meses al año con Pat para admirar las ballenas que desfilan por delante de su casa y huir así del pesimismo generalizado que se ha apoderado de su país. Nos habla de la sinrazón asesina de Mugabe, de la recesión inevitable que afectará a toda la región, de una página más de la historia...

― Me da tanta pena esta gente. Éramos el país más rico de África. ¡Ese tirano lo ha echado todo a perder!

Prometemos volver a vernos en Harare. Pero de aquí a allí... El Cabo está todavía lejos y ya empezamos a sentir las primeras agujetas. Al abrigo del viento el calor es abrasador. Grandes gotas de sudor nos recorren el cuerpo durante todo el día. Por la noche aterrizamos en la zona residencial de Noordhoek. Tras la verja de los pabellones, unos grandes perros consiguen amedrentarnos con sus ladridos. Dudamos, sopesamos y rehusamos llamar a una puerta para pedir cobijo al llegar a la altura de unas barracas provisionales. En un cartel leemos: obreros forestales. “Okupan” una veranda destartalada. Estoy a punto de pedirles asilo pero sus rostros patibularios y sus ojos amarillos por la dakha (hachís local) me hacen dudar. Nos vamos. Por el camino me arrepiento de mi decisión. Volvemos a ponernos en marcha en dirección a otras verjas cuando uno de los obreros se nos acerca apresurado. En su mugrienta camiseta se lee: Jesus is my rock.

―Acabo de hablar con mis compañeros, podemos haceros un hueco en nuestro dormitorio ¡pero os advierto que no tendréis mucha intimidad!

Su tono ha sido perfectamente medido para tranquilizarme. Un corazón de oro. John el mestizo nos presenta a su pandilla de super-wilds: Zebulón, un rasta grandullón de sonrisa depredadora; Paulo, un pequeño negro desdentado; Mark, fruto de una acertada mezcla de los bajos fondos, y un hermoso abanico de rostros desfigurados, vidas truncadas, personajes simples y rudos, poco acostumbrados a frecuentar, y mucho menos a invitar, a blancos. Superada su timidez inicial, nos tratan a las mil maravillas, nos ceden dos camas y nos reservan las duchas colectivas. Saben que apreciamos su confianza. Sonia va la primera. Zebulón hace guardia. Yo lavo mis calcetines cuando un tipo se acerca. Zebulón lo detiene:

― No puedes pasar. Hay una blanca duchándose.

El otro le responde:

― Déjate de chorradas, ya te has vuelto a poner “ciego” otra vez...

Y abre la puerta.

Sonia da un grito de sorpresa, el tipo cierra de golpe la puerta y se vuelve alucinado, ¡como si hubiera visto un elefante rosa! Todo el mundo ríe a carcajadas. John le ofrece una cerveza al pobre hombre traumatizado y para recuperarnos de tantas emociones Zebulón nos prepara unas pizzas vegetarianas mientras nos habla de su religión rastafari, fundada por Haïlé Gebré Sélassie I 2), el último emperador de Etiopía. Cuando le comento que nosotros tenemos pensado pasar por allí me arranca del suelo en un abrazo fraternal.

Aquella noche la Providencia vestía hábitos de pobre. Muchos ronquidos hasta el amanecer.

Al día siguiente, bajo un sol de justicia, nos deslomamos en una subida escarpada con una bulliciosa circulación. Los bólidos nos envuelven en nubes de humo. Perseveramos. La situación se vuelve casi absurda, desfasada, dos tipos se ofrecen a llevarnos en coche. Declinamos la oferta.

― ¡Ah! ¿Es una carrera?

― Sí, eso es, una carrera...

Es la primera vez que tenemos que decir que no. Es duro pero no está mal. Refuerza la convicción. Disuelve la duda. Porque hay duda. Evidentemente. ¿Por qué no llegar antes para disfrutar del alto, descansar? ¿Por qué pasar el tiempo caminando, de cualquier manera, en este horno?

Porque ahí es precisamente donde reside el interés, la diferencia, la fuerza y el lujo mismo de nuestro proyecto. No hay fe sin duda. Tenemos que creer en ello. Incluso si yo siento en el talón derecho un principio de tendinitis y a Sonia le sale su quinta ampolla.

Esta tarde buscamos alojamiento en Constantia, el extrarradio en el que habitan los millonarios del Cabo en la otra falda de la montaña de La Table. Sonia se preocupa.

― ¡No tenemos ninguna posibilidad! Nos echarán como a pordioseros.

La puerta de entrada se abre automáticamente. Indecisos, subimos por un camino bordeado de macizos de flores. Un larguirucho risueño viene a nuestro encuentro:

Hi! ¡Me llamo Sean! ¿Qué puedo hacer por ustedes?

― Hospedarnos por esta noche. Estamos atravesando África a pie.

Se echa a reír.

Welcome! Ustedes deben de ser franceses. Por lo que veo, es cierto que están todos locos estos Frenchies, ¿eh?

Dos minutos más tarde estamos en la piscina de una villa hollywoodiense con un ginger ale en la mano. Morgan, su compañero, llega enseguida sobre Pugsley, un magnífico pura sangre, y viene a hacernos compañía en el agua divina. Sean y Morgan son dos diseñadores de interiores. Sus negocios son florecientes.

― Han tenido suerte, si hubieran llamado mañana no estaríamos aquí: nos vamos a Austria a esquiar.

― Imagino que no quieren entrar en El Cabo caminando por la autopista. Bueno, desde aquí pueden tomar el contour path, una magnífica pista de senderismo que rodea la montaña de La Table y permite llegar a la ciudad por el bosque.

Desde otra esquina de la casa sale disparada una manada de dálmatas con puntos negros que persigue a unos siameses a punto de caramelo.

Sean bromea:

― Esta es nuestra pequeña familia: Leika, Beluga, India y Ming. Son muy juguetones.

En los árboles por encima de nuestras cabezas, las pintadas con lunares blancos han abandonado el juego y dejan plantados a los siameses que las perseguían hace un rato. Al salir del agua, Sean grita horrorizado al descubrir nuestras picaduras de pulgas del día anterior. Es en ese momento cuando los perros vuelven a pasar en estampida, precedidos de los gatos, y vierten nuestros cócteles. Al momento, nos encontramos con otro vaso en la mano, cubiertos de talco antipulgas, mis gemelos masajeados con ungüento de árnica para caballos y los pies de Sonia sumergidos en un baño de granos de mostaza.

¿Quién ha dicho que los franceses están locos?

Africa Trek empieza bien.

Tras un desayuno pantagruélico, nos despedimos de nuestros truculentos anfitriones, atravesamos los jardines de Kirstenbosh y llegamos al contour path. Por la ladera escarpada, el camino atraviesa un extraordinario bosque mestizo. Todas las esencias del mundo se dan cita en esta montaña: bambús, robles, arces de Japón, pinos, eucaliptos, esencias tropicales, ficus, tecas y yellowwoods 3). Una kermés.

El rumor de la ciudad asciende por las laderas de los alrededores... Nosotros bordeamos la montaña de la Table y descubrimos a media tarde el city bowl desde lo alto: el conjunto de rascacielos se asemeja a una perla guardada entre las montañas que dan al mar.

A lo lejos se dibujan el Waterfront y los muelles históricos que acogían a los navíos que hacían la ruta de las Indias. Incluso a modo de calentamiento, nos han hecho falta cuatro días y cien kilómetros para llegar a El Cabo, en un ambiente entre mediterráneo e imperio británico caducado, ya que, todo hay que decirlo, esta península con aspecto de Croisette es muy blanca. Algo inesperado. Otra África.

Ryan Searle, un primo lejano, nos acoge en su casa. Es nuestra oportunidad de ajustar el material, de cambiar nuestros calcetines de fibra turbo-técnica-baratija por la gran calidad de la vieja lana de familia, de coser los velcros y las correas con clips para reequilibrar nuestras mochilas, de cortar los cepillos de dientes por la mitad, sustituir las cremalleras por los cordoncillos, ganar gramos preciosos por todas partes. El arte de aligerar.

Al final, dos mochilas de ocho kilos cada una, repartidos en un litro y medio de agua en una botella de plástico y tres kilos y medio de material profesional (una cámara, dos cintas, una batería, un teléfono que puede recibir emails), un saco de dormir de quinientos gramos, media esterilla y, para cada uno, una camiseta y un pantalón para dormir, una muda de ropa interior y un par de calcetines de repuesto. Eso es todo, y ya es demasiado.

Los únicos accesorios: un forro polar ultraligero, un chubasquero de tela de paracaídas y un bastón de senderismo telescópico. El kilo restante se divide en cuaderno de viaje, minineceser, minibotiquín, minilámpara frontal y flauta dulce. ¡Todo mini para una mochila maxipluma! Observación: nada de ropa de repuesto ni de comida.

El domingo al amanecer, salimos de El Cabo por la Voortrekker Road, ruta que tomaron con sus carros de bueyes los Boers 4) de principios del siglo XVIII para colonizar las tierras desiertas del interior. Todo el mundo nos ha desaconsejado abandonar la ciudad a pie.

¿Cuántos pájaros de mal augurio nos han advertido que saldríamos de los Cape Flats 5) desplumados?

La desgracia no es más que una cuestión de timing. El domingo por la mañana los malos duermen la borrachera. La carretera es rectilínea. A lo largo de cinco kilómetros caminamos junto a un cementerio. Incluso en la muerte las comunidades están separadas, cada una tiene su parcela: aquí las lápidas judías, allí las tumbas muy british, más allá las piedras musulmanas y finalmente las hileras de cruces de madera blanca en la tierra recién removida. Los coches fúnebres hacen cola a las puertas de los cementerios negros. Aparentemente, hay más muerte allí que en ningún otro sitio. Yo imagino con tristeza a estos muertos para los que éste será su primer y último viaje en limusina. Nosotros pasamos como ángeles.

A mediodía, somos pescados por Richard Erasmus, un taxista negro que intenta convencernos de que no debemos caminar por estos barrios con tan mala fama y nos “suplica” que vayamos a almorzar a su casa. Aceptamos con la condición expresa de que luego vuelva a dejarnos en el mismo sitio en el que nos ha recogido. Acepta.

Delante de un pescado frito, en un pequeño pabellón bien cuidado perdido en el desorden circundante, este quincuagenario rechoncho suelta sin pensárselo dos veces:

―Odio a los negros. Siempre han causado problemas en la región del Cabo, mientras nosotros, los coloreds, siempre hemos trabajado con los blancos como uña y carne.

Estupor.

Es así como descubrimos la existencia de una comunidad muy importante en la península, mestizos de pioneros holandeses o franceses y de hotentotes, de khoisans, de hindúes o de presos políticos llegados de Malasia 6). Todo ello da lugar a una magnífica gama cromática que va de la tez lengua de gato a pastel de chocolate pasando por el pan de especias. Una lección de cocina, en definitiva. Hablan afrikáans y poseen sus propias costumbres y tradiciones. Richard vuelve a la carga:

―Siempre hemos estado como en un sándwich entre las dos comunidades: antes estaban los negros debajo y los blancos arriba. Hoy en día es al contrario, pero para nosotros nada ha cambiado. Estamos siempre en el medio.

Los coloreds tienen fama de empinar el codo los viernes por la noche. Richard se defiende hablándonos del sistema infectado del tot, que autorizaba a los viticultores a pagar una parte del salario de los trabajadores coloreds en vino. Las malas costumbres son difíciles de perder. Él reconoce, no obstante, que la violencia es un mal endémico de su comunidad. Hace dos años perdió a su hijo mayor, Steve, un chico modelo, apuñalado por la espalda en la playa, sin motivo. También nos enseña su cuello cosido a cicatrices.

―Estas son las marcas de un cristal roto con el que me hirieron mientras intentaba separar a dos jóvenes. ¡El alcohol es la cruz de mi pueblo!

Es justamente en los viñedos de Stellenbosch y Franshoek donde volvemos a tomar la carretera. Plantados por los hugonotes, expulsados tras la revocación del edicto de Nantes en 1685, alinean sus merlots, cabernets y pinotages (cepa local) expuestos al Cape Doctor (viento local) y al sol abrasador. Todo ello produce unos vinos tan consistentes que da la impresión de beber un porto.

Entramos en Stellenboch, la cuidad universitaria de los mil robles. Iglesias robustas y encaladas destacan en el centro de los parques donde los padres inician a sus retoños en los misterios del críquet.

Fundada en 1680, ésta fue la primera ciudad de interior diseñada con hermosas calles circundadas por villas centenarias Cape Dutch al mismo nivel, frontones con guirnaldas y verandas cargadas de glicinias fuera de temporada.

¡Techos de paja, aires de Europa, tranquilidad y robles! ¡Vaya robles!

Nos encontramos con un joven aristócrata francés, Stéphane de Saint-Salvy, enólogo de profesión, que ha venido a casarse con una Villiers, afrikánder desde hace tres siglos, y a darle el French touch a los vinos de Spier, famosa denominación de origen local. Curiosa manera de rizar el rizo.

Viven fuera de la ciudad en una pequeña casa que data de 1781. Stéphane es un poco distraído, se pierde contemplando el humo de su cigarrillo, y Karine, una rubia saltarina de grandes ojos azules. Aquella misma tarde nos inician en el ritual ineludible del braai, versión sudafricana de la barbacoa, que se toma muy en serio por aquí.

―¿Sabes? Un kilo de chuletas de ternera cuesta entre tres y cuatro euros, ¡así que seríamos tontos si nos privásemos!

Mientras le da la vuelta a la carne continúa:

―Lo ideal sería trabajar seis meses aquí, seis meses en Francia: vendimias dobles gracias a las estaciones invertidas.

En la etiqueta de la botella, como un guiño a nuestro peregrinaje, aparece un monumental bifaz achelense, piedra tallada prehistórica.

―Es el vino de un vecino, Reyneke, que ha encontrado numerosas herramientas paleolíticas en sus viñas. La región del Cabo estaba habitada por cazadores-recolectores hace más de treinta mil años. Simplemente una llamada de atención a aquellos que, blancos como negros, creen haber llegado los primeros... Los historiadores denominan a este pueblo “Strandlopers”. Vivían en las playas, básicamente del marisco. Son probablemente los ancestros de los hotentotes, los griquas y otros khoisans que poblaban la península.

Al día siguiente, caminamos hacia Franshoek, “el rincón de los Franceses”, atravesando granjas y viñedos que otorgan un agradable olor a toda la región. Languedoc, La Cigale, La Petit Ferme, La Rochelle, Ma Normandie... Un valle de maravillas rodeada por la cordillera de los Drakenstein.

Esta tarde, David de Villiers, el hermano pequeño de Karine, viene a recogernos a la carretera. Vamos a dormir a su casa, la histórica vieja granja familiar construida por el ancestro pionero que llegó en 1688. David se ocupa recientemente de la explotación que ha estado abandonada desde hace algunos años. Una gran responsabilidad.

La casa, abierta al valle, queda oculta bajo los inmensos árboles. Los pavos reales lloran al atardecer y las bandadas de pintadas salen de las praderas abandonadas cacareando ruidosamente. Las contras descamadas bostezan de cansancio. Las columnas de la galería soportan el peso de los años y la nostalgia de un esplendor pasado. En el interior, la historia se cubre de polvo, los objetos obsoletos hablan de las generaciones pasadas, pero todos están huérfanos, yuxtapuestos sobre los aparadores. Fuera, los grillos han comenzado su fricción nocturna. Todo rezuma la belleza triste del tiempo que se va. Lo que el viento se llevó...

1) ¡Ya lo han encontrado, pasen! ¿Qué les parece un huevo en una tostada?
2) La misma que reividican los jamaicanos, contra toda afirmación histórica. Haïlé Sélassié era ortodoxo (iglesia copta).
3) Árboles amarillos de Outeniqua, los señores de los bosques de Sudáfrica.
4) Literalmente: “granjeros, campesinos”, en neerlandés y afrikáans.
5) Suburbios al noroeste de la Ciudad del Cabo. (N. de la T.).
6) En Sudáfrica, la comunidad colored no se reduce a todos los individuos de sangre mezclada o mestizos, sino que ésta posee una historia, una cultura, un modo de vida (desdichas incluidas) que la distinguen de las demás comunidades.
 
es/africa_trek/textos_ineditos.txt · Dernière modification: 21/05/2008 19:11 par laura